Aquí en Chía, las calles siempre tienen un señor. Por turnos, cuando no es la lluvia, son los perros callejeros. Tumbados, despeluchados, con los huesos de las caderas apunto de rasgar la piel, perras recién madres con grandes pechos o perros viejos que ya ni ladran. Con sus ojos húmedos, son los señores de la calle, persiguiendo coches y obligando a las bicicletas a recular. Al menos hasta que la inevitable lluvia los obliga a resguardarse quién sabe dónde. La lluvia entonces se impone, aposentándose tranquila en los huecos del asfalto, convirtiendo en barro las aceras, llenando de pruebas de temeridad los zapatos del que se atreve, o se ve obligado, a salir de las pequeñas casas que parecen ser la norma, aquí en Chía.
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