domingo, 20 de marzo de 2011

Cigarrillo de menta y granadina

Quinn estaba siempre acompañado del fantasma de su primer amor. Cuando caminaba solo, por la noche, la sentía de pie, a su lado, detrás de él, mirándolo, echándole el humo de su cigarrillo y embriagándole con su perfume de menta. No sentía la tontería que se suele decir, eso de "buscaba en el resto de chicas su sonrisa, su mirada..." eso era basura para románticos. No, él no la buscaba, él la sentía, ahí, siempre junto a él.
Ella le rozaba con el dedo en las tórridas tardes de verano, y él se estremecía entero. Cuando se miraba en el espejo, no podía evitar fijar los ojos en ella, que aparecía, sólida (más sólida de lo que nunca había sido con él), apoyada en el quicio de la puerta del baño. Sus medias oscuras y su pelo rojo granate estaban fuera de lugar en su baño, y así se lo intentaba decir Quinn. Pero no podía. Si abría la boca y decía algo inadecuado, ella se iría, como ya lo hizo antes. Así, Quinn sólo la miraba y ella se quedaba junto a él. En los bares, mientras bebía cerveza, la tentación de invitarla a granadina era muy fuerte. Miraba extasiado el humo del cigarrillo de ella, que lo rodeaba y lo envolvía, metiéndosele en los ojos. "Ya no se puede fumar" balbuceó, sin ser consciente de lo que decía. Entonces la oyó reír.
Por última vez.

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