lunes, 28 de marzo de 2011

El chico con nombre de río (III)

-A veces me gustaría respirar ese aire sencillo de mis primeros cinco años, cuando las cosas eran así, fáciles. Un beso significaba un te quiero, un "no" era un "no", un "sí" era un "sí", las lágrimas eran auténticas y nadie podía imaginar lo contrario. Ahora todo es más difícil y relativo.

-Hazlo fácil, entonces.

-¿Y dónde metes la aventura? Si pudieras mirarme y ver ese extraño sentimiento (que no es ni un te quiero, ni un me gustas ni nada que pueda expresarse con palabras) en mis ojos, tu simplemente dirías: sí o no. Y entonces, todo habrá acabado.

-¿Incluso si dijera que sí?

-Incluso si dijeras que sí.


.

lunes, 21 de marzo de 2011

El chico con nombre de río (II)


(Tú)
hueles a esa extraña mezcla de humo y salitre.
Me traes recuerdos que nunca tuve, de color verde claro y de risas con sabor a manzana ácida.
No tiene sentido, pero, ¿tú?, tampoco.
Sólo eres un sueño de primavera que se coló en mi invierno.
Y no puedo retenerte; ni quiero.

Terrats de Barcelona

La había perdido. Ella se había ido y ahora se sentía lleno de un vacío, antes ocupado por ese hada, toda ojos oscuros y curvas de mujer. Ella siempre había permanecido a su lado, no recordaba momento ni lugar en el cual no la sintiera junto a él, sobre él, dentro de él. Ingenuamente había creído que ella estaba encadenada a su vida, por lo que la había desvalorizado, descreído, casi humillado, creyéndose poseedor de todos sus secretos. Y ahora le había dejado. Maldita y deseada sea ella.
Él era pintor y dominaba la técnica, pero, ¿de qué le servía esa certeza si cuando tomaba un lápiz entre los dedos el papel permanecía inviolado? La inspiración se había ido.
Buscola incansablemente por las calles, en cada mujer hermosa (o quizás no tanto) que veía. Escudriñaba a su alrededor, esperando encontrarla en los ojos de aquella muchacha pálida, o tal vez en la curva de la mandíbula de aquella otra. ¿Tal vez en esa sonrosada mejilla? ¿En esos tobillos? Todo fue inútil. Ella lo rehuía, como en un infantil juego. Cuando por fin imaginaba rozarla con los dedos, ésta se escabullía de nuevo.
Los síntomas de su adicción comenzaron a hacerse patentes. Las pinturas se secaron y las cerdas de los pinceles se endurecieron. El alma le pesaba cual losa. Sin saber por qué, subió unas escaleras, hasta llegar a una desvencijada puerta, la cual abrió. Entonces la vio de nuevo. Allí estaba, más bella que nunca. Desde esa terraza, la inspiración, vestida de azul y ocre, le sonreía.

El chico con nombre de río

Era todo ojos
(un poco de loco)
sonrisa torcida
y un aire de "no me toques".
...
Já!


Me gustan los retos.

domingo, 20 de marzo de 2011

Cigarrillo de menta y granadina

Quinn estaba siempre acompañado del fantasma de su primer amor. Cuando caminaba solo, por la noche, la sentía de pie, a su lado, detrás de él, mirándolo, echándole el humo de su cigarrillo y embriagándole con su perfume de menta. No sentía la tontería que se suele decir, eso de "buscaba en el resto de chicas su sonrisa, su mirada..." eso era basura para románticos. No, él no la buscaba, él la sentía, ahí, siempre junto a él.
Ella le rozaba con el dedo en las tórridas tardes de verano, y él se estremecía entero. Cuando se miraba en el espejo, no podía evitar fijar los ojos en ella, que aparecía, sólida (más sólida de lo que nunca había sido con él), apoyada en el quicio de la puerta del baño. Sus medias oscuras y su pelo rojo granate estaban fuera de lugar en su baño, y así se lo intentaba decir Quinn. Pero no podía. Si abría la boca y decía algo inadecuado, ella se iría, como ya lo hizo antes. Así, Quinn sólo la miraba y ella se quedaba junto a él. En los bares, mientras bebía cerveza, la tentación de invitarla a granadina era muy fuerte. Miraba extasiado el humo del cigarrillo de ella, que lo rodeaba y lo envolvía, metiéndosele en los ojos. "Ya no se puede fumar" balbuceó, sin ser consciente de lo que decía. Entonces la oyó reír.
Por última vez.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Ella


–¡Bájate de ahí ahora mismo!

Ella sólo sonrió, divertida, enseñando los dientes.

–En serio, baja de ahí.

Como un león inquieto, Enrique daba vueltas alrededor del árbol, con los ojos clavados en la chica que trepaba entre las ramas.

Ella bajó la mirada hacia dónde él estaba.

–¡Pero tengo que cogerlo! –parecía compungida, mas sus ojos, azules, brillaban traviesos.

Una gota caliente resbaló por la nuca de Enrique. Comenzaba a llover. A esa primera gota pronto la siguieron muchas, bruscas e impacientes. Una tormenta de verano.

–Ana, está lloviendo. Entremos en casa, por favor. Tu padre me va a matar… ¡se supone que debo cuidarte, no permitir que te subas a los árboles!

La pequeña muchacha se sentó en una rama, agitando los pies descalzos en el aire.

–Estoy bien, Quique, ¡no me va a pasar nada! Cojo el balón y bajo.

El estómago de Enrique subía ya por su garganta y los nervios le quebraban la voz.

–¡Ana, por dios!

Ella sólo rió y siguió encaramándose al árbol, con la agilidad de un oso perezoso.

Enrique continuó su paseo en círculos, murmurando en voz alta. “Y ahora es el momento en el que te resbalas, y una rama se rompe bajo tu peso, y tú te caes, y yo no logro cogerte, y tú te abres la cabeza, ¡y toda esta trágica historia acaba en el hospital porque tuve la genial idea de lanzar el balón demasiado alto!”

Semioculta tras las hojas y la espesa cortina de lluvia, Ana rió. Enrique se clavaba las uñas en la palma de la mano para mantener el control y no caer en el pánico. ¿Cómo se le ocurría reírse? ¿Es que acaso no veía que estaba a más de tres metros del suelo? Como siempre que cuidaba de Ana, ésta parecía disfrutar haciéndole perder los nervios. Era una niñita malvada. Y lo peor era que él nunca se negaba a volver a verla.

–¡Quique, desde aquí se ve el jardín entero! Y casa, y la fuente… Bueno, se ve un poco mal, por la lluvia.

–Genial, ahora subo y lo miro contigo.

En momentos de tensión, Enrique adoraba el sarcasmo.

–Pues no estaría mal –comentó Ana, traviesa.

–Ana, baja –ella, como tenía por costumbre, hizo caso omiso.

–¿Por qué no hacemos una cabaña en el árbol? Así tendríamos nuestro escondite secreto.

–¿No crees que con trece años podrías interesarte más por el maquillaje y los chicos en lugar de encaramarte a los árboles? ¡Con razón me piden tus padres que te vigile!

–¿Acaso ibas a subir tú a por el balón, señor “tengo-quince-años-y-soy-todo-un-adulto”?

Ella reía. Sabía perfectamente que Quique tenía miedo (cuando no pánico) a las alturas. Y a los sitios cerrados, y a las multitudes, y a los aviones. A veces, Enrique se avergonzaba de sí mismo y sus miedos, por no considerarse un hombre.

–Eso es un golpe bajo, Ana. –Enrique detuvo su paseo para clavar su mirada en ella, que apartó una rama para poder mirarlo a los ojos.

–Pues sube.

Enrique tragó saliva. Dudó. Arriba, ella sonreía, como siempre. A lo lejos, bajo el sonido de las gruesas gotas de lluvia caer, oyó el ronroneo de un coche acercándose a la casa. Ahora sí que estaban perdidos.

–¡Ana, es tu padre, baja ya!

Sentada en la rama, Ana miró hacia la casa. Sin pensárselo, sin dudar, saltó al suelo.

Enrique lo vio como a cámara lenta. Más tarde, cuando se hubo cambiado y con una deliciosa taza de chocolate caliente en la mano, pensó en todas las veces que se había reído del supuesto “enlentecimiento” del tiempo cuando pasaba algo en las películas. Ahora se retractaba. Ana caía, su pelo mojado dejaba una estela de gotas de agua que se confundían con las que caían implacables del cielo. Tenía los brazos abiertos, imitando a un pájaro, supuso él. Una sonrisa comenzaba a formarse en sus labios… Entonces cayó al suelo, y el tiempo volvió a su velocidad normal. Ana rodó por la hierba. Las hojas se le pegaban a su vestido hasta entonces azul celeste.

–¡Ana!

Enrique corrió hacia ella, con mil y un reproches atascados en la garganta. Se agachó, deseando fervientemente que no le hubiera pasado nada. Tirada en el suelo, ella reía. El pelo abierto detrás de su cabeza como un abanico dorado oscuro y un rasguño en la frente.

–¡Se veía todo desde arriba! ¡Tienes que ayudarme a hacer una casa del árbol!

Ella le desarmaba, le derrotaba una y otra vez. No había forma de oponerse a esa pequeña chiquilla caprichosa. Enrique claudicó.

–Mientras no repitas lo de hoy…

sábado, 12 de marzo de 2011

Calipso no está sola (III)


Calipso había aceptado su destino. Durante sus largas tardes de lluvia (el insomnio era cosa de Diana, aunque en aquel momento no la conocía) había llegado a la conclusión de que Dios había sido cruel con ella. Dios había decidido que ella debía sufrir por algún pecado concreto y que debía permanecer abandonada en una isla (así lo veía ella, todo como metáforas). Una especie de barrera invisible separaba a Calipso del resto de las personas. Era una niña burbuja. Así era, y no había nada que se pudiese hacer.
Su mente no era capaz de explicarlo mejor, pero lo sentía, era intuitivo. Como cuando te despiertas en medio de la oscuridad y sabes que llegas demasiado tarde.
Sólo le quedaba un consuelo: Al menos podía ser un ángel. ¿O quizá sería mejor ser Ofelia? Eso era mucho más elegante y también mucho más sencillo que, por ejemplo, Cleopatra. Ésta estaba fuera de su alcance. Al pensar en Julieta le temblaban las manos. Odiaba la sangre. Mucho más apropiada era Elaine de Astolat.
Y así dibujaba su muerte, una y otra vez.


Según el espejo, Diana tenía un problema. El problema de Diana era que veía demasiado, sentía demasiado, respiraba demasiado. Absorbía con ansias la vida hasta ahogarse y vomitar. Quería vivir al límite y se enfadaba con el mundo cuando no podía. El espejo se lo avisaba, cada mañana, mostrándole esas profundas ojeras, la sangre en los labios y los moretones en las piernas. La música de su vida sonaba cada vez más rápida, más vertiginosa. “Helter Skelter”. Gritaba, gritaba, gritaba… Y nadie podía seguirla. Corría bajo la lluvia, bebía vodka con limón y absenta. Algo se iba a quebrar y ella lo sabía, y lo esperaba.

Se cruzaron en un puente.

Calipso no está sola (II)

Calipso tenía una especial obsesión por la letra S. Le parecía simple y simbólica al mismo tiempo, sutil y sugerente. Cuando no tenía nada que hacer (que era siempre) pintaba con acuarelas largas "s" en las paredes, o frases: “Siempre será soñadora solitaria sentada sobre sus sandalias”. Calipso era la delicia de cualquier psicólogo. Ella sólo iba una vez.

Un día de marzo Diana y Calipso estaban sentadas en el césped. Mientras arrancaba la hierba a puñados, Diana le contó atropelladamente (como casi siempre) su obsesión enfermiza por los números impares. Calipso no dijo nada, pero sonrió y dibujó una “s” en el cielo. Como siempre también, una lágrima tonta colgaba de sus pestañas.
-¡Ya deja de gimotear!
Calipso sonrió, triste, mientras las lágrimas corrían por su cara.
-Eres una tonta llorona, ¡ten algo de fuerza, joder!
Calipso dejó de llorar, conteniéndose como una señorita. Hasta la alegría era trágica. Por su parte, Diana odiaba que después de llorar Calipso siguiera tan perfecta como si no hubiera pasado nada. Aunque tal vez se debiera a que estaba siempre llorando, y ya se había acostumbrado.
A Calipso le encantaba que Diana dijera palabrotas.
-Vamos a comer unas palomitas.
Era lo único que tenían en común.

Juegos de niños



-Mire doctor, me duele aquí...

-Ahá. Y ese dolor... ¿Es punzante? ¿Es crónico? ¿Es profundo?

-No sé doctor, a mí sólo me duele.

-Ya veo. Usted lo que tiene es una apendicitis aguda.

-Pero doctor, ¡Si ya tuve apendicitis hace un año!

-¿Seguro?... ¿Quién es el médico aquí? -(masculla entre dientes)- Estos pacientes que se creen que saben más que los médicos sólo porque lo han mirado en internet... Lo dicho, usted tiene apendicitis.

-Si usté lo dice doctor...

-Que sí, creáme.

-Y doctor, ¿qué me van a hacer?

-¿Apendicitis? Tome estas pastillas y ya se le pasará.

-Pero...

-¡Joé Carlos! ¡Contigo no se puede jugar!

Calipso no está sola (I)

Calipso y Diana no siempre fueron amigas. La una era aún más rara que la otra.

Calipso siempre estaba sola. Ni ella misma era capaz de imaginarse con otro "alguien". Podías verla sentada en las gradas de hormigón, con una taza de café con leche y chocolate blanco en las manos, rodeada de gente, pero sola. Solitaria por naturaleza, que no por elección. Siempre tenía una lágrima colgando de sus pestañas. Hasta las hojas caer se le antojaban trágicas. Por las noches abría la ventana y gritaba en silencio a la luna: ¡Maldito de Destino!
Diana también gritaba, pero a todas horas. Nunca decía maldito; las palabrotas se atropellaban en su boca. Ella bebía té sin leche ni azúcar.
Diana estaba loca. Reía por todo y no sonreía por nada. Diana amaba mucho y nada, daba en el día a día pero se perdía en el infinito. Se le quebraban los labios tanto en invierno como en verano y le encantaba sentir el sabor a hierro de la sangre.
Diana odiaba los conejos, y más si eran blancos.
A Calipso se le murió su pez de colores.

Eran diferentes, y no siempre fueron amigas.

Teatro

Los rayos de sol se colaban entre las cortinas y unas minúsculas motas de polvo dorado danzaban en el ambiente. La habitación era pequeña. Sobre la cama desecha, sentados con las piernas cruzadas, un adolescente que quería parecer hombre y una niña que quería parecer adolescente.

No te levantes. Ni se te ocurra levantarte –en la voz del chico se notaba la tensión y la rabia contenida. Recortaba las palabras, las separaba y las pronunciaba una a una, lentamente.

¿Quién coño te crees que eres?

¡Siéntate! – el chico alzó la voz al tiempo que gesticulaba de manera exagerada con los brazos.

Me das asco. –mientras hablaba, sentada en la cama frente a él, la chica lo miraba fijamente, con los ojos abiertos y limpios. Sin fruncir el ceño, sin crispar los dedos– Siempre pensado que puedes gobernar a tu antojo a los demás, ¡como si fueras el amo del mundo!

Él titubeó, apartando la vista. Carraspeó.

¡Es que lo soy! Y tú, y la gente como tú, deberíais volver al lugar de dónde venís, ¡la mierda!

¿La mierda? ¿La mierda? –ella seguía mirándolo. Su rostro, pálido y enmarcado de mechones pajizos, le recordaba al de una de esas vírgenes que se veían en los cuadros antiguos.

Sí, la mierda. Ese lugar… –se había perdido. Intentó retomar el hilo de lo que estaba diciendo, pero la directa mirada de ella le distraía. Respiró profundamente – Ese lugar del que venís tú y toda tu familia de inmigrantes.

¿Y por ser inmigrantes nos merecemos menos? Eres repugnante. Te odio. Y no sólo yo. Nadie podría soportar a una persona como tú –las palabras eran dagas, pero a ella se le escapaba una sonrisa.

Ana, ¡no puedo! –cerró los ojos, derrotado.

Ella se apartó un poco, con la vergüenza tiñendo sus mejillas. Parecía una niña pequeña que es consciente de que ha hecho algo malo pero no sabe muy bien qué es.

¡Pero si lo estabas haciendo genial! –bajó la vista hacia los papeles que tenía entre sus manos.

Él suspiró, aliviado de que ella apartara la mirada.

A ver Quique, ahora te toca decir: “No necesito aguantar a la gente como tú”. En serio, lo estabas haciendo genial.

Genial. –masculló enfadado –¡Para un Oscar, está claro! –Enrique adoraba el sarcasmo.

Él lo intentó de nuevo. Se aclaró la garganta y se concentró en el personaje que tenía que interpretar. Sentía la mirada de Ana clavada en él, una mirada llena de algo que no sabía muy bien muy definir, pero que le ponía nervioso.

No necesito aguantar a la gente como tú. Sobráis, deberíais iros todos fuera de este país. Tú especialmente.
Al decir esto clavó sus ojos en la frente de ella (no se atrevía a mirarla directamente), intentando imprimir todo su odio en esa frase. Distinguió cada una las pequeñas pecas que moteaban su piel, la cicatriz de la vez que se cayó en el jardín, el borde de sus cejas… Volvió a olvidar lo que tenía que decir.

No puedo.

¿Se te olvida el guion? Podemos intentarlo de nuevo – apoyó la mano sobre su rodilla. A través de la tela del vaquero,  Enrique notaba la calidez de la mano de ella. O tal vez era el aire. Era verano.

No es cosa del guion, Ana –él la miraba de reojo, intentando no encontrarse con esos ojos azules –Te agradezco que me ayudes con la obra y todo eso, pero no puedo ensayar si me miras con esa cara.

¿Qué cara? –Ana parecía dolida. Enrique lamentó lo que acababa de decir. Lo último que quería era herirla. No a ella, que se aprendía todos los papeles en los que él participaba, no a ella, que le preparaba una tila con dos de azúcar justo antes de cada función, no a ella, que se reía de todas sus gracias, fueran divertidas o no.

¿Qué cara? –repitió Ana, acercándose a él.

Sus manos se apoyaban sobre los muslos de él y sus caras apenas se separaban cinco centímetros. Enrique dudó. No podía apartar la mirada de ella. El aire era caliente. Los rayos de sol se colaban entre las cortinas y las motas de polvo dorado danzaban sobre sus cabellos. Con la boca seca, Enrique habló.
­
–¿Qué cara? Esa cara. Como si yo fuera lo más importante para ti, como si te diera igual que el resto del mundo desapareciera mientras nosotros dos siguiéramos aquí.

Ella enrojeció y por primera vez desvió la mirada.

Es lo que siento, Quique. A mí no se me da bien el teatro.